Vivió en una república bananera un presidente tan, pero tan aficionado a la ropa, que gastaba todo el dinero del pueblo en trajes, tenis y lentes de diseñador nuevos. Cuando inspeccionaba las tropas, cuando iba al teatro o cuando andaba de paseo, su único afán era mostrar sus nuevos vestidos y chilerearlos como nunca había podido hacer con el dinero propio. Se cambiaba a cada rato y así como suele decirse que el presidente “está en el Consejo”, de él decían “El presidente está en el clóset”.
La ciudad de Guatemala era una ciudad llena de alegría gracias a los muchos extranjeros que la visitaban desde que la comunidad internacional había elegido este país como un lugar para desarrollar sus proyectos de desarrollo e inversión. Un día llegaron dos tramposos haciéndose pasar por diseñadores de modas evangélicos y proclamando que sabían tejer la más bella tela del mundo. Los colores y los diseños eran de gran hermosura, pero además de eso, los trajes confeccionados con esa tela tenían una maravillosa virtud: eran invisibles para los que no desempeñaban bien sus cargos o carecían de inteligencia. —Esa ropa no tiene precio —reflexionó el presidente—; con ella podré distinguir a los amigos de mi gobierno y a los socialistas y terroristas que trabajan con la CICIG. Sí, necesito sin falta esa tela. Así que adelantó a los “diseñadores” una considerable cantidad de quetzales que le pidió a la SAAS para que comenzaran a trabajar de inmediato.
Los supuestos diseñadores armaron telares y fingieron que tejían, aunque las bobinas estaban absolutamente vacías. Pedían más y más seda fina y oro más fino todavía, y todo iba a dar a sus bolsillos mientras trabajaban hasta altas horas de la noche en sus desocupados telares. —De alguna forma tengo que saber qué han hecho — dijo el presidente. Se le encogía el corazón al pensar que los tontos y los incapaces no verían la tela… No es que dudara de sí mismo, pero estimó preferible mandar a alguien para que examinara el trabajo antes que él. Los habitantes de la ciudad sabían que la tela tenía una maravillosa virtud, y ardían de impaciencia por ver hasta qué punto sus vecinos eran tontos o incapaces. —Enviaré a mi buen ministro de economía —pensó el presidente— a visitar a los diseñadores. Nadie mejor calificado que él para juzgar la tela: se distingue por lo inteligente y por lo capaz. El honrado y siempre bien vestido ministro entró al taller donde los dos impostores trabajaban en sus telares vacíos. —¡Dios! —pensó, abriendo los ojos de par en par—, no veo nada. Sin embargo prefirió no decir ni una sola palabra.
Los diseñadores lo invitaron a acercarse y para que pudiere admirar el fino diseño y los maravillosos colores de la tela. Le mostraban los telares vacíos y el pobre ministro abría los ojos sin poder ver cosa alguna, sencillamente porque no había nada. —¡Dios mío! —pensó—, ¿seré un incapaz? No me atrevo a confesar que la tela es invisible para mí. —¡Bueno! ¿Qué opina? —le dijo uno de los tejedores. —¡Bonito, realmente muy bonito! —contestó, poniéndose los anteojos—. Ese diseño y esos colores…, hermosos. Le diré al presidente que he quedado muy satisfecho. —Lo cual nos causa mucho placer —dijeron los dos diseñadores, mostrándole colores y diseños imaginarios y dándoles nombres apropiados. El ministro puso la mayor atención para luego repetir al presidente una por una las explicaciones.
Los diseñadores tramposos seguían pidiendo más dinero, seda y oro; eran cantidades enormes las que necesitaban para esa tela. Claro que todo iba a parar a sus bolsillos; el telar siempre vacío y ellos trabajando. Después de pasado algún tiempo, el presidente envió otro honrado consejero militar a examinar el tejido y a averiguar si faltaba mucho para terminarlo. Al nuevo delegado le pasó lo mismo que al ministro. Por más que miraba y miraba, nada veía. —¿No es un tejido maravilloso? —preguntaron los dos impostores, explicándole el soberbio diseño y los primorosos colores que no existían. —“¡Pero sin embargo yo no soy un estúpido!” —pensaba el hombre—. “¿Es que no soy capaz de desempeñarme en mi empleo? Raro asunto, pero ya me preocuparé de no perderlo.” Elogió la tela y se deshizo en halagos por el gusto en la elección de los colores y en el diseño. —Nunca he visto una pieza tan magnífica —dijo al presidente, y toda la ciudad habló de la extraordinaria tela. Por último el presidente mismo quiso verla mientras todavía estuviese en el telar. Con selecta comitiva, en la cual iban los dos honestos funcionarios, visitó a los astutos diseñadores que seguían tejiendo, aplicadamente, aunque sin seda, sin oro y sin hilo alguno. —¿No es magnífica? —dijo el ministro de economía.
—Los colores y el diseño son dignos de Vuestra Excelencia —dijo el otro consejero militar. Con el dedo le indicaban el telar vacío, como si hubieran visto allí alguna cosa. —“¿Qué es esto?” —pensó el presidente—; “no veo nada. Qué espanto. ¿Seré tonto, entonces? ¿Incapaz de gobernar? No me podía haber sucedido nada peor…” Pero en voz alta exclamó: —¡Espléndida! Ustedes son testigos de mi satisfacción. Meneó la cabeza como si estuviera de lo más satisfecho y miró el telar sin atreverse a confesar la verdad. Todos los consejeros, ministros y señores importantes que habían en su comitiva hicieron lo mismo, uno tras otro. Aunque no veían nada, repitieron tras el presidente: —¡Es espléndida!— Y llegaron a aconsejarle que vistiera la nueva tela para el primer evento importante que hubiese. —¡Magnífica! ¡Admirable! ¡Hermosa! —exclamaban a coro, y el contento era general, aunque no habían visto nada. Los impostores fueron condecorados y recibieron la medalla “Cruz del Ejército de Guatemala” y que solo se entrega a personas que han puesto en alto el nombre de Guatemala..
La noche anterior al desfile ambos diseñadores se quedaron en pie y trabajando a la luz de dieciséis candelas. Todos veían lo muy ocupados que estaban. Hicieron, por último, como si retirasen la tela del telar, cortaron el aire con grandes tijeras, cosieron con agujas sin hilo y acabaron anunciando que el traje estaba listo. Seguido por sus edecanes, el presidente fue a examinarlo, y los muy pillos, levantando los brazos como si sostuvieran algo en ellos, le dijeron: —Aquí está el pantalón, aquí la chaqueta, aquí la capa. Traje ligero como una tela de araña. No tema que le pese en el cuerpo. Ahí reside la principal ventaja de esta tela. —Es verdad —contestaron los edecanes, que nada veían puesto que nada había. —Si Vuestra Excelencia tiene la bondad de desnudarse, probaremos el traje ante el gran espejo. El presidente se sacó la ropa y los bribones hicieron como si le fueran pasando una a una las nuevas prendas. Finalmente le sujetaron la larga capa que dos ministros lamebotas debían sostener. Él se volvió hacia el espejo y se miró de un lado y del otro. —¡Por Dios! ¡Qué bien le queda! ¡Qué hechura más elegante! —exclamaron al mismo tiempo todos los burócratas. —¡Qué diseño! ¡Qué colores! ¡Qué traje tan magnífico!

El día del defile llegó y la reunión se llevó a cabo en el Congreso de la Republica. La reunión inició cuando el Presidente del Congreso dio la bienvenida a todos los presentes. —El toldo de Vuestra Excelencia espera en la puerta para ingresar al Pleno del Congreso. —¡Bien! Estoy listo —contestó el presidente—. Creo que el traje no me sienta demasiado mal. Volvió a mirarse en el espejo, para gozar con su esplendor. Los chambelanes encargados de llevar la cola hicieron como que levantaban algo del suelo; y lo alzaron entre las manos, sin querer admitir que no veían absolutamente nada. El emperador marchaba ufano por el desfile bajo su magnífico palio. Toda la gente de la ciudad había salido a la calle o miraba por los balcones y ventanas. Y decían: —¡Qué traje más regio! ¡Qué cola tan adorable! ¡Qué caída perfecta! Nadie reconocía la verdad temiendo ser tildado de tonto o de incapaz para desempeñarse en su empleo. Así que nunca ningún traje del presidente alcanzó tales niveles de admiración.
—Me parece que va sin ropa —observó un niñito que estaba sentado en el palco del Cuerpo Diplomático. —¡Señor, es la voz de la inocencia! —lo excusó el padre que era un embajador europeo. Pero pronto se elevaron murmullos repitiendo las palabras del niño. —¡Un niñito dijo que el presidente no llevaba ninguna ropa! —¡No lleva ropa! —gritó por fin el pueblo. El presidente se sintió extremadamente mortificado, pues creía que estaban en lo cierto. Pero tras una reflexión, decidió lo siguiente: —Pase lo que pase, ¡debo permanecer así hasta el final! Se irguió con más orgullo aún y sus chambelanes siguieron llevándole la cola que no existía.
FIN
Esta es una adaptación de la fábula original de “El traje nuevo del Emperador” escrita por el escritor danés Hans Christian Andersen.
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